MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en día todavía hay mucha gente que no conoce a Jesucristo. Por eso es tan urgente la misión
ad gentes,
en la que todos los miembros de la iglesia están llamados a participar,
ya que la iglesia es misionera por naturaleza: la iglesia ha nacido “en
salida”. La Jornada Mundial de las Misiones es un momento privilegiado
en el que los fieles de los diferentes continentes se comprometen con
oraciones y gestos concretos de solidaridad para ayudar a las iglesias
jóvenes en los territorios de misión. Se trata de una celebración de
gracia y de alegría. De gracia, porque el Espíritu Santo, mandado por el
Padre, ofrece sabiduría y fortaleza a aquellos que son dóciles a su
acción. De alegría, porque Jesucristo, Hijo del Padre, enviado para
evangelizar al mundo, sostiene y acompaña nuestra obra misionera.
Precisamente sobre la alegría de Jesús y de los discípulos misioneros
quisiera ofrecer una imagen bíblica, que encontramos en el Evangelio de
Lucas (cf.10,21-23).
1. El evangelista cuenta que el Señor envió a los setenta
discípulos, de dos en dos, a las ciudades y pueblos, a proclamar que el
Reino de Dios había llegado, y a preparar a los hombres al encuentro
con Jesús. Después de cumplir con esta misión de anuncio, los discípulos
volvieron llenos de alegría: la alegría es un tema dominante de esta
primera e inolvidable experiencia misionera. El Maestro Divino les dijo:
«No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres
porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. En aquella hora,
Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: “Te doy gracias,
Padre, Señor del cielo y de la tierra...” (…) Y volviéndose a sus
discípulos, les dijo aparte: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que
vosotros veis!”» (Lc 10,20-21.23).
Son tres las escenas que presenta san Lucas. Primero,
Jesús habla a sus discípulos, y luego se vuelve hacia el Padre, y de
nuevo comienza a hablar con ellos. De esta forma Jesús quiere hacer
partícipes de su alegría a los discípulos, que es diferente y superior a
la que ellos habían experimentado.
2. Los discípulos estaban llenos de alegría,
entusiasmados con el poder de liberar de los demonios a las personas.
Sin embargo, Jesús les advierte que no se alegren por el poder que se
les ha dado, sino por el amor recibido: «porque vuestros nombres están
inscritos en el cielo» (Lc 10,20). A ellos se le ha concedido
experimentar el amor de Dios, e incluso la posibilidad de compartirlo. Y
esta experiencia de los discípulos es motivo de gozosa gratitud para el
corazón de Jesús. Lucas entiende este júbilo en una perspectiva de
comunión trinitaria: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo»,
dirigiéndose al Padre y glorificándolo. Este momento de profunda alegría
brota del amor profundo de Jesús en cuanto Hijo hacia su Padre, Señor
del cielo y de la tierra, el cual ha ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños (cf. Lc 10,21). Dios
ha escondido y ha revelado, y en esta oración de alabanza se destaca
sobre todo el revelar. ¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los
misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la
victoria sobre Satanás.
Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado
llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su
propia presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente
en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en
varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y
que nos afecta también a nosotros. En cambio, los “pequeños” son los
humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los
que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado “benditos”.
Se puede pensar fácilmente en María, en José, en los pescadores de
Galilea, y en los discípulos llamados a lo largo del camino, en el curso
de su predicación.
3. «Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc
10,21). Las palabras de Jesús deben entenderse con referencia a su
júbilo interior, donde la benevolencia indica un plan salvífico y
benevolente del Padre hacia los hombres. En el contexto de esta bondad
divina Jesús se regocija, porque el Padre ha decidido amar a los hombres
con el mismo amor que Él tiene para el Hijo. Además, Lucas nos recuerda
el júbilo similar de María: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu
se alegra en Dios mi Salvador » (Lc 1,47). Se trata de la Buena Noticia
que conduce a la salvación. María, llevando en su vientre a Jesús, el
Evangelizador por excelencia, encuentra a Isabel y cantando el
Magnificat
exulta de gozo en el Espíritu Santo. Jesús, al ver el éxito de la
misión de sus discípulos y por tanto su alegría, se regocija en el
Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se
trata de una alegría por la salvación que se realiza, porque el amor con
el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del
Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.
El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su
manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después
de alabar al Padre, como dice el evangelista Mateo, Jesús nos invita:
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.
Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera»
(11,28-30). «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera
de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort.
ap.
Evangelii gaudium, 1).
De este encuentro con Jesús, la Virgen María ha tenido una experiencia singular y se ha convertido en “
causa nostrae laetitiae”.
Y los discípulos a su vez han recibido la llamada a estar con Jesús y a
ser enviados por Él para predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y así se
ven colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este
torrente de alegría?
4. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y
abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota
del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres
superficiales, de la conciencia aislada» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium,
2). Por lo tanto, la humanidad tiene una gran necesidad de aprovechar
la salvación que nos ha traído Cristo. Los discípulos son los que se
dejan aferrar cada vez más por el amor de Jesús y marcar por el fuego de
la pasión por el Reino de Dios, para ser portadores de la alegría del
Evangelio. Todos los discípulos del Señor están llamados a cultivar la
alegría de la evangelización. Los obispos, como principales responsables
del anuncio, tienen la tarea de promover la unidad de la Iglesia local
en el compromiso misionero, teniendo en cuenta que la alegría de
comunicar a Jesucristo se expresa tanto en la preocupación de anunciarlo
en los lugares más distantes, como en una salida constante hacia las
periferias del propio territorio, donde hay más personas pobres que
esperan.
En muchas regiones escasean las vocaciones al sacerdocio y
a la vida consagrada. A menudo esto se debe a que en las comunidades no
hay un fervor apostólico contagioso, por lo que les falta entusiasmo y
no despiertan ningún atractivo. La alegría del Evangelio nace del
encuentro con Cristo y del compartir con los pobres. Por tanto, animo a
las comunidades parroquiales, asociaciones y grupos a vivir una vida
fraterna intensa, basada en el amor a Jesús y atenta a las necesidades
de los más desfavorecidos. Donde hay alegría, fervor, deseo de llevar a
Cristo a los demás, surgen las verdaderas vocaciones. Entre éstas no
deben olvidarse las vocaciones laicales a la misión. Hace tiempo que se
ha tomado conciencia de la identidad y de la misión de los fieles laicos
en la Iglesia, así como del papel cada vez más importante que ellos
están llamados a desempeñar en la difusión del Evangelio. Por esta
razón, es importante proporcionarles la formación adecuada, con vistas a
una acción apostólica eficaz.
5. «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). La
Jornada Mundial de las Misiones es también un momento para reavivar el
deseo y el deber moral de la participación gozosa en la misión
ad gentes.
La contribución económica personal es el signo de una oblación de sí
mismos, en primer lugar al Señor y luego a los hermanos, porque la
propia ofrenda material se convierte en un instrumento de evangelización
de la humanidad que se construye sobre el amor.
Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial de
las Misiones mi pensamiento se dirige a todas las Iglesias locales. ¡No
dejemos que nos roben la alegría de la evangelización! Os invito a
sumergiros en la alegría del Evangelio y a nutrir un amor que ilumine
vuestra vocación y misión. Os exhorto a recordar, como en una
peregrinación interior, el “primer amor” con el que el Señor Jesucristo
ha encendido los corazones de cada uno, no por un sentimiento de
nostalgia, sino para perseverar en la alegría. El discípulo del Señor
persevera con alegría cuando está con Él, cuando hace su voluntad,
cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad evangélica.
Dirigimos nuestra oración a María, modelo de
evangelización humilde y alegre, para que la Iglesia sea el hogar de
muchos, una madre para todos los pueblos y haga posible el nacimiento de
un nuevo mundo.
Vaticano, 8 de junio de 2014, Solemnidad de Pentecostés
FRANCISCO